Lo pequeño puede estar mal…¿lo grande no?
Los sesgos en nuestra manera de pensar
Enrique era un hombre muy perspicaz -confío en que lo siga siendo- con una mente inquieta y además muy ocurrente. Ese día, al entrar a mi despacho se quedó mirando a la base de la puerta de entrada y me dijo: “¿Qué hace ese tope allí, lo han colocado mal?”
Se refería a uno de esos pequeños topes que se fijan al pie de las puertas con una goma en su extremo, para evitar que las puertas dañen la pared al abrirlas de golpe. Dichos dispositivos se colocan, por supuesto, en la cara posterior de las puertas y no en la anterior, como lo tenía yo.
Le respondí: “Está bien colocado, ahí es donde he pedido que lo instalen”.
A partir de allí se inició una discusión en la que él insistía en que era absurda la posición en que estaba instalado, que era un error, y yo en que estaba bien puesto, que esa era su posición y que allí iba a cumplir bien con su función.
Para poner un alto a la discusión le propuse un trato, apostaríamos una comida si lograba convencerle de que el tope estaba bien instalado.
Cerrado el trato le expliqué que la razón por la que el tope está allí era debido a que la puerta la íbamos a cambiar de posición, para que abriera desde la derecha y no desde la izquierda como estaba actualmente. De manera que había solicitado que instalaran el tope allí, adelantándome a la que sería su nueva posición. Por lo tanto, el tope estaba bien puesto, lo que estaba mal era la puerta, pues iba del otro lado.
El tipo de razonamiento de Enrique constituye una fuente habitual de errores en nuestra forma de apreciar las situaciones-problema y por ende de solucionarlas. Yo lo llamo el síndrome de “lo pequeño puede estar mal; lo grande no”.
La lógica detrás de este patrón de pensamiento parece encontrarse en la dificultad que tiene la mente humana para tratar con los sistemas complejos y con la necesidad de reducir las situaciones a pocos elementos manejables.
Los mismos físicos teóricos, acostumbrados a tratar con modelos matemáticos muy elaborados y con conceptos muy abstractos, reclaman de sus modelos una cierta elegancia. Entendiendo por tal la presencia de pocas variables.
No en vano decía Shakespeare “la brevedad es el alma del ingenio”. Y Chopin: “La simplicidad es el logro final. Después de que uno haya jugado con una cantidad grande de notas, es la simplicidad la que emerge como una recompensa del arte”.
Pero esta tendencia a buscar la simplicidad en la ciencia, en el arte y en las situaciones de nuestra vida cotidiana, puede que no sea conveniente a la hora de tratar con situaciones complejas. Quizás a ello se deba, en parte, la frustración que experimentan muchos de nuestros conciudadanos al percatarse de que el sistema socio-económico en el que estamos inmersos presenta fallas estructurales, profundas y múltiples. No sabiendo bien dónde tienen su origen, ni mucho menos cuáles serían las soluciones.
Pero hay dos cosas concretas que podemos hacer para lidiar con los grandes problemas y con la complejidad:
- Recurrir a herramientas que nos ayuden en la solución sistemática de los problemas
- Renunciar al pensamiento simplista, reduccionista
En cuanto a las herramientas, algunas de ellas como los diagramas de Espina de Pescado – o Diagrama de Causa/Efecto – pueden ayudarnos a encontrar relaciones causales. Otras como los mapas conceptuales pueden mostrarnos relaciones entre los elementos. Los Análisis de Modo y Efecto de Falla pueden ayudarnos a identificar y prevenir riesgos. Y métodos como el de Kepner y Tregoe ayudarnos a tomar decisiones.
En cuanto a los prejuicios en el pensar, renunciar a ellos nos permitiría, entre otras cosas, dar cabida a situaciones que a primera vista lucieran erradas y pensar que algunas cosas relativamente grandes, como una puerta, pudieran estar mal colocadas y otras pequeñas como un simple tope, pudieran estar en el sitio correcto.
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