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La falacia de parar la mente

Quién dirige nuestra atención

La idea de responsabilizar a nuestra mente por la gran mayoría de nuestros problemas e infortunios, así como la pretensión de detenerla para poner un alto al incesante flujo de pensamientos que se entrelazan ante nuestro campo mental, cada vez cobra más fuerza entre las personas que están despertando su consciencia.

Dicha idea encuentra arraigo en tradiciones centenarias como el budismo Zen y su preconizado propósito de “aniquilar la mente”, al igual que en las popularizadas prácticas de relajación y meditación, cuando son vistas como formas de “poner la mente en blanco”.

No es difícil imaginar el éxito que podremos abonarle a un novel jinete que intentara frenar un brioso caballo desbocado. De forma similar nuestra mente se encuentra así la mayor parte del tiempo: desaforada, sin control. La energía de la que dispone es tal que la lleva a hacer de forma automática e impulsiva algo para la cual lleva siglos entrenándose: resolver problemas.

Pero, ¿y a qué se dedica nuestra mente cuando no encuentra problemas?

Es muy simple: recurre a una de sus capacidades; la de inventarlos, simulando escenarios. Se plantea: ¿Qué haría si sucediera tal o cual cosa?

Al parecer esa es una de las maneras mediante la cual la mente se mantiene “en forma”, figurando posibles cursos de acción ante supuestas situaciones futuras, casi siempre de tinte amenazante, para intentar resolverlas.

Además, la mente dispone de otro recurso al que le encanta recurrir: “rumiar el pasado”. Esto es, darle vueltas y vueltas a situaciones vividas, en particular esas en las que no salimos bien parados, para intentar recomponerlas en nuestra imaginación, al tiempo que nos fustiga con el látigo de la condena, la culpa y el remordimiento.

Una táctica que me ha resultado particularmente útil para reconducir mi mente, ha sido la de tratarla amistosamente; sí, como a una amiga. Interesándome por conocerla mejor, entendiendo sus motivaciones y buscando comprender el origen de su incesante actividad. De manera que más que intentar detenerla me enfoco en domesticarla, reconociendo su relativa independencia y su carácter irrefrenable.

Al proceder de esta forma he conseguido introducir un elemento fundamental para el desarrollo de la consciencia: el reconocimiento de que la mente y “yo” somos entidades distintas.

Cuando nos dirigimos comprensivamente hacia nuestra mente, cada tanto surge en nosotros, de forma sutil, la pregunta: ¿Quién o qué está observando mi mente?

Pregunta que, por cierto, no requiere ser respondida, ya que el solo hecho de planteárnosla nos afianza en nuestro rol de observadores, de testigos de algo que percibimos distinto a nuestra verdadera identidad.

De esta forma dejamos de identificarnos con la mente no observada; con nuestro ego.

Al introducir una distancia entre la mente y quien la observa, nos situamos en la consciencia, en el Ser y, curiosamente, la mente se apacigua, se echa a nuestro lado cual fiel mascota, al percatarse de que no hay nada que temer. Perseverar en este proceso nos lleva a distinguir cuándo la atención sigue a la mente y cuándo la mente sigue a nuestra voluntad.

Así, suavemente, casi sin esfuerzo, descubrimos que hemos conseguido nuestro propósito.

© 2024 Vladimir Gómez Carpio
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