Rompiendo escotomas
“Una mirada interna a nuestras creencias”.
A pesar de que el término “escotoma” (del griego antiguo σκότος / skótos, «tinieblas, obscuridad») proviene de la oftalmología, donde describe una pérdida parcial del campo visual que impide al individuo captar áreas de la totalidad que tiene al frente, los psicoanalistas -desde Freud- han empleado el mismo término para señalar esa conducta que lleva a un individuo a obviar realidades, negar hechos y distorsionar verdades, con el fin de no encarar cambios que requiere en su personalidad y en su sistema de creencias.
Existe una naturaleza presente en las cosas que no se revela ante el ojo escotomizado o distraído. Hilos invisibles enhebran los objetos y seres de este mundo en un entramado de eventos relacionados entre sí, y no sería posible el concierto que es la vida, si estas situaciones no estuvieran supeditadas todas ellas a fuerzas ocultas, articuladas por un orden superior.
Desde el principio de los tiempos, en los albores de la humanidad, nuestros ancestros atribuyeron dichas fuerzas a dioses y diosas, responsables tanto del orden establecido, como del caos que ocasionalmente se desataba; identificándolos como seres muy controladores, capaces de manejar la puesta en escena que es la vida, desde la tramoya de sus intenciones ocultas.
Buscando canjearse las simpatías divinas, es como debieron darse los primeros casos del síndrome de Estocolmo, esa curiosa mezcla de miedo y amor con la cual un rehén se relaciona con su captor, para evitar que éste le haga daño. Y dicho síndrome se ha hecho patente hasta nuestros días, mediante los sacrificios, rezos y ofrendas con los cuales hemos pretendido agradar a los dioses, para que no arremetan contra nosotros con sus tornados, sismos, volcanes, enfermedades y otras armas intempestivas que suelen utilizar. En fin, hemos procurado congraciarnos con ellos para evitar provocar su inestable humor.
Pero en lugar de habernos inventado un “Dios” -cualquiera que sea el significado que demos a dicho término- tal vez hubiera sido mejor ir a su encuentro. Es decir, en vez de optar por la comodidad que supone responsabilizar de los procesos de la vida a un ente súper capaz y medio malévolo, podríamos haber elegido encarar llanamente nuestros miedos primitivos, sin buscarles explicación; atreviéndonos a danzar con la vida sin querer entenderla, sino tan solo acompañándola. Dando una mayor relevancia a nuestros instintos e intuiciones, frente a nuestras reflexiones y cavilaciones.
Desde una actitud como esta, la vida no tendría por qué ser justificada, sino tan solo vivida. Y en esa entrega a la acción y a la experiencia podríamos descubrir que, más que pretender la rectoría de nuestro destino mediante la razón, quizás tendríamos que volvernos colaboradores de ese orden universal que presentimos, actuando bajo la guía del corazón.
Seguir al corazón se volvió peligroso en un tiempo en que respondíamos solo a nuestros impulsos y emociones, pero de igual forma que el artista con talento debe doblegarse ante la técnica para cultivar sus destrezas y poder dar luego rienda suelta a su inspiración, el hombre y la mujer educados, modernos, han de domesticar sus emociones; pasando de verlas como fuerzas que tiran de su yo, llevándole a realizar acciones impulsivas, a apreciarlas como indicadores fiables de sus estados internos.
Y es desde este nuevo nivel de consciencia donde la entrega al corazón es procedente. Cuando el intelecto ha sido entrenado y la emoción comprendida, la rendición de nuestra mente ante el sentir se vuelve confiable. Es entonces cuando el hombre y la mujer descubren dentro de sí a “Dios”, como “Principio rector de las causas y de las manifestaciones”.
Las creencias han de dar paso a las certezas y los escotomas que nos han impedido ver hasta ahora, han de ser disueltos. Lograrlo implica dejar de resistirnos ante la realidad que nos inunda y buscar una nueva guía para nuestra actuación en nuestro sentir más profundo. Un cambio que, sin lugar a dudas, haría nuestra existencia más plácida y sencilla.
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