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¿A quién sirve nuestra mente?

“Percatándonos de nuestra actividad mental”

Si con la personalidad asistimos a un baile de disfraces; con el ego creemos que premiarán al mejor disfraz”.

Identificarnos continuamente con el personaje que representamos en la vida y al que denominamos “Yo”, nos lleva a creer que somos tan solo un conjunto de rasgos, talentos y defectos, unidos a través de una historia personal, que cada quien guarda celosamente en su memoria. O, peor aún, podemos creer que no somos sino nuestras credenciales particulares (titulaciones, certificaciones) o nuestras pertenencias (bienes muebles e inmuebles); en otras palabras, que somos aquello que poseemos.

Sin embargo, diferentes corrientes filosóficas y maneras de pensar -con las que por cierto me identifico- nos hablan de que en lugar de eso que nos hemos venido creyendo, somos más bien el observador, el espectador de todo cuanto acontece en nuestro mundo interno y externo. Somos eso que es capaz de darse cuenta, incluso, de nuestra manera de ser, de nuestra personalidad.

De forma que experimentamos dualidad respecto a nuestra identidad: por un lado, podemos identificarnos con el Ser, la esencia o el observador, y por otro, con la personalidad o manera de ser.

Y al servicio de esta dualidad se encuentra nuestra mente, ese poderoso bio-ordenador que hace posible que podamos percibir, interpretar, analizar, deducir, llegar a conclusiones, sintetizar, proponer soluciones y otras cuantas funciones más. Pero este súper bio-ordenador sirve a la vez a dos señores, a dos entidades: a la personalidad y al Ser.

Cuando la mente sirve a la personalidad, se pasa la mayor parte del tiempo calibrando a personas y situaciones, en un permanente proceso de distinción y elección, diciendo “esto me gusta-esto no me gusta”, el cual no hace sino reforzar aun más nuestra identificación con la personalidad, con nuestra particular manera de ser.

Mientras más distinciones y exclusiones realizamos con nuestra mente, puesta al servicio de la personalidad, mejor definidos, únicos y singulares nos consideramos. Creyendo además que nuestra identidad es fundamentalmente una perspectiva, un punto de vista distinto al del resto de los seres humanos. Punto de vista que estamos dispuestos a defender, contra viento y marea, a través de nuestras opiniones y pareceres.

La identificación con la personalidad nos vuelve, por otra parte, eternos viajeros del tiempo y del espacio, pues nos la pasamos hurgando continuamente en el pasado, simulando posibles futuros y pretendiendo estar en un lugar distinto a aquel en el que nos encontramos.

En cambio, cuando la mente sirve al Ser, da cabida a todo aquello en lo que participa, pues en lugar de clasificarlo y responder desde el apego, lo reconoce, lo abraza, lo incluye. De esta forma, se refuerza el querer estar aquí y ahora, ya que la mente queda prendada del momento presente.

En este caso, decir que nos identificamos con el Ser sería un error, ya que si algo caracteriza este estado es precisamente la desidentificación y la despersonalización, pudiendo el individuo llegar a experimentar, incluso, una sensación de totalidad; de ser uno con el Todo.

Cuando la mente se vuelve un instrumento del Ser, su función suprema parece ser el discernimiento, la capacidad de distinguir lo verdadero de lo real (subjetivo).

La mente reconoce lo verdadero al confrontar su propia naturaleza y al darse cuenta que todo conocimiento es ilusorio; es el mapa, más no el territorio. La mente siempre se queda al margen de las experiencias, pues con ella podemos interpretar o conceptualizar un evento, más nunca saborearlo, tocarlo, olerlo. Eso compete al Ser.

En esos momentos en que la mente se estrella ante el portal que separa lo real de lo verdadero, se da cuenta de que no le es posible adentrarse en el espacio en que habita el conocedor, el observador. Sabe que a ese recinto se entra descalzo de mente. Si no, no es posible acceder.

Decía Acharya Rajnísh, el sabio indio, mejor conocido en Occidente como Osho, que existe lo conocido, lo desconocido y lo incognoscible. La mente, el intelecto, la ciencia, tienen, entre sus finalidades hacer conocido lo desconocido, hacer manejable lo inmanejable, a través de la explicación de los fenómenos.

Más lo incognoscible pertenece a otro dominio, pertenece al ámbito del misterio. Misterio en el que nos sumergimos, por ejemplo, a través de la sonrisa de un niño, de la contemplación de una puesta de sol, de la presencia del ser amado, de la belleza de una melodía…

Al misterio solo podemos acceder desde el corazón. Este no puede ser profanado por la mente, pues escapa a sus dominios.

Quisiera concluir dejando una pregunta a nuestros lectores:
¿Qué es aquello en nosotros que se identifica bien sea con el Ser, bien sea con la personalidad?

Ah, y por favor no deje que sea su mente la que responda la pregunta. ¡Ella no sabe de estas cosas!

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© 2024 Vladimir Gómez Carpio
Consultor en Desarrollo Organizativo
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