Visitar el silencio
Cuando la compañía no acompaña

Una de las cosas que he aprendido de la soledad, es que es necesaria para despertar. Que es imprescindible tomar distancia de nuestro entorno habitual y del sistema de creencias del que estamos imbuidos, para que pueda emerger una comprensión diferente de la realidad.
En medio del ruido cotidiano, de las voces externas que pretenden dictar el rumbo de nuestra existencia, el silencio se convierte en un refugio sagrado, el espacio donde comenzamos a percibir quiénes somos realmente, sin las máscaras que adoptamos para pertenecer o agradar.
Es preciso que caigan por su propio peso las creencias socialmente aceptadas y prestar atención a la sutil voz del Ser que busca ser escuchada. Voz que no pretende convencernos ni imponerse; simplemente se hace sentir con la claridad de “lo que es” y no necesita palabras. Voz que no suplantará nuestras creencias por otras “mejores”, sino que nos inundará con su luz, deshaciendo las sombras de la confusión y del miedo. Solo cuando nos permitimos escucharla, comprendemos que el verdadero conocimiento no proviene de acumular ideas, sino de despojarnos de ellas hasta quedar desnudos ante lo esencial.
Y esto necesariamente ha de ocurrir en momentos de aislamiento, incertidumbre y vulnerabilidad, tras los cuales surge una profunda sensación de confianza que no procede del intelecto, sino que brota de nuestro corazón. Esa confianza se asemeja a la calma que sigue a la tormenta: no nace de la certeza racional, sino de una comprensión íntima de que todo está en su justo lugar. Una claridad que se torna irrefutable y no requiere comprobación, ni mucho menos confrontación, por cuanto resulta autoevidente.
De ahí procede la paz, la alegría interna y el gozo “sin motivos” que acompañan nuestra vida a partir de ese ensimismamiento que preludia la soledad elegida. Son los frutos de una conexión profunda con la totalidad de la existencia.
Cuando la mente se aquieta, la vida se revela en su pureza, y comprendemos que no hay nada que buscar fuera, porque todo lo que anhelamos ya nos habita.
De manera que da la bienvenida a la soledad de estos tiempos. No la temas ni la rechaces; visítala con respeto, con la apertura y la disposición de quien se sienta ante un maestro silencioso.
La soledad puede ser un buen lugar para visitar, aunque no siempre sea el mejor sitio para quedarse. No está ahí para apartarnos del mundo, sino para guiarnos de regreso a la unidad. Es en la soledad donde entendemos que nunca hemos estado realmente solos, ni separados de “todo lo que es”.
Así que, ¿quién querría estar solo después de descubrir que eso es imposible? La soledad, al final, no es ausencia, sino una puerta hacia el silencio, hacia el Ser, hacia ese espacio interno donde todo se reconcilia y donde, al escuchar profundamente, comprendemos que el amor —el verdadero e incondicional— nunca nos abandona.
© 2025 Vladimir Gómez Carpio
www.vladimirgomezc.com
Visitar el silencio
Cuando la compañía no acompaña

Una de las cosas que he aprendido de la soledad, es que es necesaria para despertar. Que es imprescindible tomar distancia de nuestro entorno habitual y del sistema de creencias del que estamos imbuidos, para que pueda emerger una comprensión diferente de la realidad.
En medio del ruido cotidiano, de las voces externas que pretenden dictar el rumbo de nuestra existencia, el silencio se convierte en un refugio sagrado, el espacio donde comenzamos a percibir quiénes somos realmente, sin las máscaras que adoptamos para pertenecer o agradar.
Es preciso que caigan por su propio peso las creencias socialmente aceptadas y prestar atención a la sutil voz del Ser que busca ser escuchada. Voz que no pretende convencernos ni imponerse; simplemente se hace sentir con la claridad de “lo que es” y no necesita palabras. Voz que no suplantará nuestras creencias por otras “mejores”, sino que nos inundará con su luz, deshaciendo las sombras de la confusión y del miedo. Solo cuando nos permitimos escucharla, comprendemos que el verdadero conocimiento no proviene de acumular ideas, sino de despojarnos de ellas hasta quedar desnudos ante lo esencial.
Y esto necesariamente ha de ocurrir en momentos de aislamiento, incertidumbre y vulnerabilidad, tras los cuales surge una profunda sensación de confianza que no procede del intelecto, sino que brota de nuestro corazón. Esa confianza se asemeja a la calma que sigue a la tormenta: no nace de la certeza racional, sino de una comprensión íntima de que todo está en su justo lugar. Una claridad que se torna irrefutable y no requiere comprobación, ni mucho menos confrontación, por cuanto resulta autoevidente.
De ahí procede la paz, la alegría interna y el gozo “sin motivos” que acompañan nuestra vida a partir de ese ensimismamiento que preludia la soledad elegida. Son los frutos de una conexión profunda con la totalidad de la existencia.
Cuando la mente se aquieta, la vida se revela en su pureza, y comprendemos que no hay nada que buscar fuera, porque todo lo que anhelamos ya nos habita.
De manera que da la bienvenida a la soledad de estos tiempos. No la temas ni la rechaces; visítala con respeto, con la apertura y la disposición de quien se sienta ante un maestro silencioso.
La soledad puede ser un buen lugar para visitar, aunque no siempre sea el mejor sitio para quedarse. No está ahí para apartarnos del mundo, sino para guiarnos de regreso a la unidad. Es en la soledad donde entendemos que nunca hemos estado realmente solos, ni separados de “todo lo que es”.
Así que, ¿quién querría estar solo después de descubrir que eso es imposible? La soledad, al final, no es ausencia, sino una puerta hacia el silencio, hacia el Ser, hacia ese espacio interno donde todo se reconcilia y donde, al escuchar profundamente, comprendemos que el amor —el verdadero e incondicional— nunca nos abandona.
© 2025 Vladimir Gómez Carpio
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